jueves, 29 de octubre de 2009

EL ÚLTIMO OTOÑO

Se marchó en otoño y se desprendió de nosotros como una hoja que arrastra la suave brisa de este octubre sin él. Se fue tranquilo porque aunque nos deja huérfanos su corazón no se cansó de palpitar ni un momento por sus hijos. Se fue sereno porque aunque se marcha, lo hace con la satisfacción que da una vida sencilla y plena, con la certeza de que en cada uno de nosotros vive algo de él y no se me ocurre en estos momentos mejor inmortalidad que la de ser recordado para siempre.

Tras un rosario de lágrimas y recuerdos que se encadenaban desde la noche anterior… Después de una angustiosa espera nos dejó. Poco antes de que una máquina le diera su último aliento, cuando sus maletas ya estaban hechas, sus palabras dichas y su confianza descansando en las mejores manos, pudimos estar un momento a su lado. Atravesando el pasillo más frío de mi vida me lo encontré dormido esperando pacientemente a que todo acabara. Le di el beso más cálido a la mejilla que tantas veces había acariciado la mía a sabiendas que no habría otro. Le dije adiós y me contestó un “hasta mañana” que no lo llegué a oír porque mi abuelo ya estaba de camino. Fue entonces cuando lo vi caminado con las manos en los bolsillos alejándose de nuestras vidas. Discretamente.

Después tan solo el silencio… solo el frío.

Desde aquel rincón Él le cogió de la mano con paz y calma. Lo sé porque al lado de la cama mi madre dejó dos estampas para que lo tuvieran en sus manos, para que cuando él durmiera Él velase. Sé también que no habían hecho falta, que no se apartó de su lado. Que al marcharse, la Dolorosa le esperaba con los brazos abiertos para abrazarle, como lo había hecho con muchos los abuelos antes. Así me lo escribieron en el móvil y así me lo creí.

Y después de abrazos, flores, besos, llamadas, mensajes y más abrazos… Siento que al marcharse mi abuelo, al dejarlo allí junto a la montaña aquella tarde en la que el sol inventaba luz entre grises nubes, también dejamos una parte de nosotros cosida a aquellos ojos verdes que se cerraron para siempre. Que allí también se quedaron historias del día a día, de una guerra que le obligó a hacer un paréntesis en su vida y recorrer España de costado a costado, el saber popular de refranes y cantares recitados como recién aprendidos, el saber de la vida, mis raíces, su voz, su gracia. Que allí también quedaron sin remedio 59 años de vida compartida que solo la muerte pudo separar. Que aquí quedamos nosotros. Sin él.

Y sé que mientras amarro estas palabras a la deriva de la red de redes, a pesar de que salga a acompañarme alguna lágrima, lo hago desde la incredulidad de quién piensa que cuando vuelva a su casa lo volverá a ver, de quien cree o mejor dicho de quien no cree que se haya ido, de quien espera que sea él el que descuelgue el teléfono, de quien tiene la sonrisa preparada para que nos vuelva a hacer reír con cualquier chascarrillo o el sitio guardado para que se siente a presidir la mesa, de quien sueña que todo esto fue un mal sueño.

Y sé que su ausencia dolerá y posiblemente lo echaré más de menos de lo que lo hago hoy aunque ahora me falte el aire, me quede mirando la nada durante infinitos segundos o me dé un vuelco el estómago cuando alguien me dice que lo siente...

Y sí, créeme que pienso que se fue en el momento justo, que no hubo manos más delicadas que lo mimaran ni ojos más atentos que lo atendieran, que he tenido mucho tiempo para disfrutarlo… y sí, lo agradezco con la más sincera sonrisa… pero no me consuela. Créeme también que soy incapaz de expresar lo que ahora me dicta el corazón…

No olvidaré a los que estuvisteis allí, a los que nos acompañasteis. Lo prometo. Tampoco a los que sin estar, sin veros o incluso sin conoceros os esforzasteis por cambiar el final de esta historia que me gustaría no haber escrito nunca. A aquellos ángeles de los que hablé, a los que no os salían las palabras o sin palabras dijisteis todo... Eternamente agradecido. No olvidaré. Lo prometo.

Ahora toca guardar los recuerdos, o quizá escribirlos para que el olvido no se los lleve. Guardaré en el bolsillo una hoja escrita en clave de sonrisa en la que aparezca él cogiendo de la mano al niño que vive en mí. Releeré el libro amarillo que le sacaba cada mañana al desayunar antes de llevarnos al colegio. Redactaré los caminos que recorrimos en los que como un niño más, se dejaba guiar por la inocencia de mi hermana y mía. Le echaré un pulso y lo perderé como las otras 982 veces. Esperaré a las 6, la hora del café, para que se siente a nuestro lado. Revolveré las fotos por si tengo que rescatar alguna historia que quedó por revelar. Caminaré tras él, para que sean sus pasos los que me hablen. Me lo imaginaré con mis tíos, con mi madre, de pequeños y descubriré lo que dejó en cada uno de ellos para poder sentirlo aquí de nuevo. Y tras este punto y aparte en el camino, acabaré en puntos suspensivos, porque sé que lo tendré conmigo para siempre y juntos escribiremos esta historia. Aunque no lo vea.

Y sí, Emma, el abuelo ahora es aire. Aire que nos abraza el alma cada día.

Al mejor hombre (como rezaba aquella nota perdida entre los crisantemos) y yo añado: Al mejor abuelo.